Chapter 238: Capítulo 81: La Masacre Sangrienta del Amanecer
Las horas se arrastraban, lentas y pesadas, cada minuto una losa fría sobre el alma. Hitomi, recién salida de una ducha hirviendo que no lograba quemar la fría punzada de ansiedad en su nuca, se deslizó bajo las sábanas de la cama del hotel. El miedo, esa emoción proscrita por los Valmorth, era ahora una presencia gélida, una serpiente enroscada en su estómago.
No era un pánico que paralizara, sino un aguijón constante, un instinto primario agudizado por la silueta que había visto en la estación. Un Depps. El hecho de que la hubieran encontrado tan rápido, que hubieran enviado a otro rastreador, confirmaba lo que su mente Valmorth ya había calculado: la cacería había comenzado en serio, y sus cazadores eran algo más que simples secuaces; eran predadores sin alma, implacables. Sombra, el gatito, se acurrucó más cerca de sus pies, su ronroneo suave un contraste irónico con la tormenta que se gestaba.
Matt, mientras tanto, no conocía el descanso. En una habitación alquilada en el otro extremo del pueblo, sus tres "perros" –Ladrido, Garra y Susto– se agitaban con una excitación febril. Sus narices se movían frenéticamente, sus cuerpos tensos, sus ojos inyectados en sangre brillando en la penumbra. La sangre de la Valmorth.
El rastro que Susto había detectado y que la navaja de Matt había confirmado, era un faro para sus instintos depredadores. Había esperado pacientemente, el silencio de la noche una manta cómplice para sus planes retorcidos. La madrugada, ese umbral entre la oscuridad y la luz, era el momento perfecto. La gente dormía profundamente, el personal de recepción era mínimo, las defensas de un hotel normal, inexistentes.
—Ha llegado el momento, mis perros —susurró Matt, su voz una caricia de seda sobre la brutalidad inminente—. La Valmorth está durmiendo. Y no hay nadie que pueda protegerla. Ladrido, Garra, conmigo. Susto, vigila la parte trasera del hotel. No debe escapar.
Los dos "perros" humanos, Ladrido y Garra, emitieron gruñidos de expectación, salivando. Sus cuerpos musculosos se movieron con una anticipación bestial. Eran máquinas de matar perfectas, sin conciencia ni piedad, adiestradas para obedecer sin cuestionar, sus instintos animales magnificados por sus poderes olfativos.
Matt se deslizó por el pasillo principal del hotel, sus pasos tan silenciosos que ni el crujido más mínimo de la madera envejecida se atrevió a quejarse. Sus dos "perros" lo seguían, las cadenas sujetas a sus collares apenas tintineando en la quietud mortal del hotel.
Llegaron a la recepción. Un joven recepcionista, su cabeza ladeada sobre el mostrador, dormitaba profundamente, ajeno al destino que lo esperaba. Matt no dudó. Con un movimiento rápido, Ladrido, el más grande y brutal de los dos, se abalanzó sobre él. El sonido fue un crujido espantoso, un estallido húmedo de hueso y cartílago, seguido por un gorgoteo ahogado que murió en la garganta del recepcionista.
Su cuerpo inerte se desplomó contra el suelo de linóleo, sus ojos fijos en el techo, vacíos de vida, mientras un charco oscuro y espeso de sangre comenzaba a extenderse bajo su cabeza, reflejando grotescamente la luz tenue del monitor. No hubo gritos de alarma, solo el silencio roto por el susurro nauseabundo de la sangre caliente.
—Silencio —ordenó Matt, su voz un murmullo helado que resonó en el vestíbulo ahora teñido de carmesí y el olor metálico de la sangre recién derramada—. Nadie debe escucharles antes de que sea demasiado tarde.
La masacre comenzó. Piso por piso, habitación por habitación. No eran ladrones. No buscaban objetos de valor. No buscaban nada más allá de la sangre, la ubicación, la confirmación de su presa principal. Y el placer depravado de la caza, de la aniquilación. La puerta de la primera habitación que abrieron cedió con un golpe sordo, arrancada de sus bisagras. Una pareja de ancianos dormía plácidamente, ajenos.
Ladrido se abalanzó primero. El grito ahogado de la mujer se convirtió en un borbotón sangriento casi al instante, su garganta abierta de par en par. Garra, con una celeridad asombrosa, se encargó del hombre, sus garras desnudas rasgando la carne del pecho, desgarrando los pulmones, la sangre brotando a borbotones, empapando las sábanas de un rojo vibrante.
El horror era absoluto, sin tregua. No había necesidad de tanta violencia, solo aniquilación. Los cuerpos convulsionaron por un breve instante, luego quedaron inertes, deformes en la oscuridad.
—¡Por favor! ¡No! ¡¿Por qué?! —La voz de una mujer, llena de terror puro, rompió el silencio desde otra habitación contigua. La puerta de madera, ya frágil por el ataque, cedió con un gemido. Era una madre, abrazando a sus dos hijos pequeños, sus ojos, perlas de miedo puro, clavados en los monstruos ante ella. Matt la miró con una indiferencia gélida, sus propios ojos claros como el hielo.
—Porque no sois ella —respondió Matt, su voz desprovista de cualquier emoción humana, el reflejo de la muerte en sus pupilas vacías—. Y estáis en el camino.
Ladrido y Garra no necesitaron más órdenes. Sus cuerpos se movieron con una ferocidad bestial, sus instintos guiados por el hedor penetrante del miedo y la adrenalina. Los gritos de la madre duraron apenas un segundo, convertidos en burbujeos y estertores mientras la fuerza bruta de Ladrido la estrellaba contra la pared, su cráneo cediendo con un sonido horrendo.
Garra se abalanzó sobre los niños, una ráfaga de carne y hueso, sus colmillos desgarrando la pequeña carne, la sangre salpicando la pared en un patrón macabro. Un hombre valiente, un padre desesperado de otra habitación, intentó oponer resistencia, empuñando una lámpara como arma. Garra lo destripó con una patada brutal, sus entrañas calientes y humeantes derramándose grotescamente por el suelo de la alfombra, creando un reguero de vísceras que se extendía en un espantoso patrón. El hedor a sangre, a tripas recién destrozadas, a orina y a terror puro era abrumador, casi asfixiante, una atmósfera densa de muerte.
—¡Monstruos! ¡Sois monstruos! —chilló una mujer desde una habitación cercana, la histeria en su voz antes de que un golpe aplastante silenciara su grito para siempre, el sonido de huesos fracturándose un eco en el pasillo.
Matt caminaba entre la carnicería con una calma inquietante, sus botas crujiendo en los charcos de sangre y los fragmentos de huesos. Sus ojos escrutaban cada cuerpo, confirmando los asesinatos con un asentimiento satisfecho. Sus "perros" no se contenían; eran máquinas de matar desatadas, dejando un rastro de desmembración y terror sangriento que marcaba cada paso.
No discriminaban. Ancianos, jóvenes, hombres, mujeres, niños. Todos caían por igual. Las paredes se manchaban con patrones de rojo, las sábanas se empapaban con la vitalidad robada, el suelo se convertía en un lago resbaladizo de sangre coagulada y restos orgánicos. El hotel, antes un refugio, ahora era una morgue, una pesadilla viviente.
Finalmente, llegaron al tercer piso. Los gemidos lejanos de las últimas víctimas, sofocados por la distancia, seguían resonando en los pasillos, acompañados por el goteo constante de la sangre que escurría por las paredes. Aquí, el rastro era más fuerte, más concentrado. Los perros se agitaron con una ferocidad renovada, sus narices temblaban con mayor intensidad, sus cuerpos tensos de anticipación.
—Aquí está —susurró Ladrido, su voz ronca de excitación, sus ojos fijos en la puerta de la habitación 38. Un olor inconfundible, el mismo matiz que había sentido en la sangre de la navaja de Matt, una esencia pura y potente, emanaba de allí.
Matt se detuvo frente a la puerta, su sonrisa cruel extendiéndose lentamente por su rostro delgado. La habitación 38. Era inusualmente grande para una sola persona, y eso solo confirmaba su sospecha. Una Valmorth no se alojaría en una habitación humilde. La amplitud y la ubicación, junto con el rastro inconfundible, coincidían perfectamente con el perfil de su presa. Sus "perros" jadeaban con impaciencia, listos para abalanzarse.
—La Valmorth está aquí —dijo Matt, con una voz cargada de anticipación, casi ronroneando, como un felino antes de saltar—. Mis perros no mienten. Esta vez, no habrá escape para ella.
La puerta de la habitación 38 estaba cerrada, un delgado obstáculo de madera entre la cazadora y sus predadores. El silencio que emanaba de ella era total, una calma tensa que era más aterradora que los gritos. Pero para Matt, era el silencio de la presa esperando ser descubierta, el momento previo a la estocada final. La matanza había llevado hasta este punto. La hora de la verdad había llegado.