Chapter 2: CAPÍTULO 2
El cielo estaba encapotado, como si también él tuviera pereza de arrancar el día. Iván se ajustó los auriculares y subió el volumen de su lista de reproducción mientras pedaleaba por las calles mojadas en dirección al local de repartos. La bici chirriaba un poco; lo mismo que su ánimo.
—"Mierda de lunes" —murmuró.
No llevaba ni veinte minutos despierto y ya tenía las zapatillas empapadas y el móvil lleno de mensajes del jefe. "Apúrate, que uno de los nuevos no ha venido. Y tenemos el doble de pedidos."
Como siempre, todo lo urgente caía sobre el mismo.
El local estaba en una calle estrecha, entre un bar de tapas donde los parroquianos se conocían por el nombre y una peluquería que siempre olía a laca barata. Iván dejó la bici en la entrada, entró y se quitó la capucha, sacudiendo el agua como un perro callejero.
—Has tardado —dijo el jefe sin levantar la vista de la pantalla del ordenador.
—Buenos días para ti también.
Le lanzaron una bolsa isotérmica que atrapó de milagro.
—Hoy te toca ir a la zona de los ricos —soltó el jefe, con una mueca entre resignación y burla mientras le entregaba otra bolsa isotérmica, esta más pesada que la anterior.
Iván la atrapó con desgana, ya empapado y con la sudadera pegada al cuello.
—¿Y eso? —preguntó, arqueando una ceja mientras se ajustaba la mochila en la espalda.
—Ha llamado una señora que quiere "algo ligero pero con sabor", y ha hecho mucho hincapié en que el repartidor sea puntual. Ya sabes, gente con más dinero que paciencia —gruñó el jefe, dándole una palmada seca en el hombro—. No te me pierdas por ahí, que esos portales tienen más botones que una nave espacial.
Iván resopló, saliendo de nuevo bajo la lluvia fina.
—Perfecto. A ver si también me dan propina en cripto o me preguntan si acepto lavarles el coche por puntos —murmuró para sí, bajando por la calle en dirección a la zona alta del barrio.
El barrio rico quedaba a unos quince minutos cuesta arriba, pedaleando entre casas con garajes automáticos, setos perfectamente recortados y buzones con nombres en placas doradas. Un mundo completamente distinto al suyo.
Y, aunque no lo sabía aún, esa entrega no iba a ser como las demás.
Iván se despidió del jefe con algo de resignación, maldiciendo una vez más la deplorable vida que estaba llevando por tan solo algo de dinero extra que le permitiese conseguir sus caprichos mucho más rápido.
Con las cargas tanto en la espalda como en la mano, Iván caminó por todo el alrededor del local hasta llegar a su humilde moto de reparto. Una moto que, aunque suficiente para el trabajo, era más lenta que la cola del súper los domingos. Y en cuesta, ni hablemos.
Se colocó el casco y encendió el motor. El rugido era más una tos asmática que otra cosa, pero al menos funcionaba. Salió dando un par de bandazos por el asfalto mojado, esquivando algún que otro charco traicionero que prometía empaparle hasta los calcetines si bajaba la guardia.
Primer destino: un tercero sin ascensor. Le abrió una señora con rulos en el pelo y bata de flores que lo llamó "cariño" y le preguntó si quería una magdalena. Iván sonrió, negó con la cabeza y bajó los escalones a toda velocidad, deseando que todos fueran así de fáciles.
Segundo destino: una oficina con aire acondicionado a tope y trabajadores con cara de viernes en lunes. Entregó el pedido sin que nadie levantara la vista del ordenador. Ni un "gracias". Ni una propina. Solo una puerta cerrándose con frialdad.
Tercer destino: una casa en medio de una calle que apestaba a maría. Le abrió un chaval en chanclas, con gafas de sol puestas dentro de casa y un loro al hombro que no paraba de decir "dale, papi, dale".
—Mola el loro —comentó Iván, más por cortesía que por interés.
—Se llama Sergio. ¿Tienes cambio de veinte?
—¿Crees que soy un cajero automático?
El tío rió. El loro también, o algo parecido. Le pagó justo. Ni un céntimo de más.
Cuando volvió a la moto y vio la dirección del último pedido, soltó un suspiro que empañó la visera del casco.
Calle Mirador Alto. Zona de ricos. Villas con jardines diseñados por arquitectos que solo viven en Pinterest.
—Y encima puntual —gruñó, repitiendo lo que le había dicho el jefe.
El trayecto fue un castigo. La moto se quejaba en cada subida, y las gotas de lluvia empezaban a colarse por las costuras del pantalón. Al menos, pensó, los ricos suelen dar buenas propinas.
La casa número 42 no era una casa. Era una maldita mansión. Fachada blanca, verja automática, cámara de seguridad, columnas que no sostenían nada pero quedaban de adorno, y un timbre que sonaba como si en vez de avisar, te pidiera perdón por molestarte.
Tocó con un dedo helado y esperó.
La puerta se abrió tras unos segundos, y con ella, apareció una figura que no esperaba ver ni en mil años.
Una mujer vestida de maid que parecía más un cosplay que un uniforme de trabajo serio apareció ante los ojos de Iván. Tenía cara de pocos amigos, algunas pecas repartidas de forma caprichosa por el rostro y una larga, gruesa cola de tiburón que se movía de lado a lado con impaciencia, como si tuviese vida propia... o peor aún, carácter.
Tardó un par de segundos en procesarlo. Pero no había duda.
—¿Ellen...? —soltó, sin pensar.
La chica lo miró como si le acabaran de preguntar la capital de España. Luego entrecerró los ojos.
—Ah, el que se pasa las clases mirando por la ventana —dijo con su tono seco habitual, sin molestarse siquiera en fingir una sonrisa.
Iván le tendió la bolsa de comida sin más palabras. No hacía falta. Ella tampoco parecía tener ganas de mantener una conversación más larga que lo estrictamente necesario.
—¿Trabajando de... esto? —preguntó él, finalmente, señalando el uniforme con una ceja alzada.
—Sí. Sirvienta. Aunque prefiero "asistente doméstica de alto rendimiento" si lo quieres decir bonito —replicó, tomando la bolsa como si supiera exactamente cuánto pesaba y lo poco que valía su comentario.
—¿Y lo de ir a clase...?
—Turno especial. Me deben horas. A ti, en cambio, te deben neuronas —remató, dándose la vuelta sin más, mientras su cola golpeaba levemente el marco de la puerta como si se despidiera en su lugar.
Iván se quedó allí, bajo el alero del porche de mármol, empapado y con el casco aún en la mano. El portón se cerró con un pitido suave, como si le estuviese diciendo que no había nada más que ver.
Volvió a su moto con paso lento, maldiciendo la humedad y la situación a partes iguales. Se colocó el casco y arrancó, dejando atrás la mansión y todo su aire perfumado a jabón caro y pretensiones.
Pero por más que acelerase, no lograba sacarse de la cabeza esa imagen absurda de Ellen vestida de maid, trabajando con la misma intensidad con la que ignoraba a todo el mundo en clase.
Y por alguna razón que aún no comprendía, eso le molestaba. O le intrigaba. O ambas cosas.
***
Al llegar al local, Iván aparcó la moto un poco mal, para qué negarlo, pero no le importaba lo más mínimo. Su cabeza estaba demasiado ocupada para preocuparse por eso.
Miró el reloj de su brazo. Marcaban las 20:30. Había tardado más de lo que había planeado.
—Joder... Ya no voy a poder ver el especial de mi anime favorito. Maldito curro de mierda —murmuró con desgana mientras cerraba el casco.
Entró en el local y dejó el dinero acumulado sobre el mostrador, junto al recibo que había ido guardando con todas las entregas.
El jefe, con una expresión de avaricia digna del mismísimo Don Cangrejo, agarró el fajo de billetes y empezó a contarlos uno a uno, como si oliera el aroma del dinero y le diera placer.
—¿Estás seguro de que está todo en orden? —preguntó, entrecerrando los ojos con recelo.
—No me he parado a contarlo bien, pero... la mayoría han pagado sin mucha diferencia de precio —respondió Iván con un encogimiento de hombros.
El jefe frunció el ceño, parecía que quería discutir pero decidió dejarlo pasar. Al fin y al cabo, el dinero estaba ahí, y eso era lo único que le importaba.
—Bueno, la próxima vez espabila un poco, ¿eh? No quiero que me pase lo que con la última tanda —dijo mientras guardaba el dinero en una caja fuerte que hacía un ruido ominoso al cerrarse.
Iván soltó un suspiro, cogió su chaqueta y se preparó para salir.
—Mañana más. O menos —pensó, mientras el cansancio pesaba en sus hombros como una losa.
—Una última cosa antes de que te vayas... —murmuró el jefe desde detrás de la caja registradora.
Iván se paró en seco, clavando la mirada en el hombre.
«¡TCH!» —rechistó, casi sin disimulo.
—No te importará si te doy la paga del mes un poco más tarde de lo habitual, ¿verdad? —preguntó el jefe, esbozando una sonrisa sospechosa, esa típica que te hace pensar que la cosa no va a acabar bien.
—Y una mierda. —Iván espetó sin rodeos, dando media vuelta y saliendo del local lo más rápido posible, dejando atrás las preguntas estúpidas que no tenía ganas de escuchar.
Fuera del local ya era casi de noche. Iván alzó la vista hacia el cielo, cubierto por un manto de nubarrones grises que no dejaban lugar a dudas: o se daba prisa para llegar a casa, o acabaría empapado hasta los huesos.
Iván se ajustó el casco y arrancó la moto con la intención de ir rápido, pero la lluvia parecía querer adelantarse a sus planes. Las primeras gotas comenzaron a caer justo cuando doblaba la esquina de la calle principal.
Mientras conducía entre charcos y farolas amarillentas, de repente, al otro lado de la calle, vio a alguien que le llamó la atención. Era una chica que luchaba contra el viento, intentando cerrar un paraguas que parecía a punto de volar.
—¡Kiyomi! —gritó Iván, frenando en seco y aparcando la moto al borde de la acera.
Ella levantó la vista, con el ceño fruncido, y al reconocerlo soltó un suspiro resignado.
—¿Otra vez tú? Siempre apareces cuando menos te necesito —dijo con esa mezcla de ternura y testarudez que la hacía irresistible.
Kiyomi era una chica bonita, de ojos grandes y negros como la noche, y con un carácter fuerte que pocas veces dejaba ver su lado más dulce.
—Pues sí, aquí estoy —respondió Iván, bajándose de la moto—. ¿Te hace falta una mano con ese paraguas o prefieres que te lo quite el viento?
Ella frunció los labios, pero no pudo evitar sonreír un poco.
—Ayúdame, que si no, voy a salir volando antes de llegar a casa.
Iván se acercó y, entre risas y tirones, lograron controlar el paraguas justo antes de que un chorro de lluvia les obligara a buscar refugio bajo el alero de una tienda cercana.
—Ya ves, siempre acabamos en situaciones ridículas —comentó Iván, secándose la frente con el dorso de la mano.
—Pues a mí me gusta —contestó Kiyomi con una mirada desafiante—. Aunque no te garantizo que siempre vaya a salvarte.
Él rió y se quedó mirando la lluvia, pensando que tal vez, a pesar de todo, esas pequeñas tormentas inesperadas podían hacer que el camino a casa fuera un poco menos aburrido.
Bajo el alero de la tienda, la lluvia seguía golpeando con fuerza el suelo, creando charcos que salpicaban cada vez que alguien pasaba. Iván y Kiyomi compartían el pequeño refugio, disfrutando del silencio que la tormenta imponía a su alrededor.
—¿Has cambiado mucho, no? —dijo ella, mirando el reflejo de las farolas en el asfalto mojado—. Aún recuerdo cuando nos quedábamos hasta las mil hablando de tonterías en tu antigua casa.
Iván sonrió, recordando esas noches llenas de risas y planes imposibles.
—Sí, han pasado cosas —respondió—. Ahora vivo solo, en una casa alquilada. Mi padre está de viaje, y aproveché para mudarme aquí, cerca de la uni.
Kiyomi ladeó la cabeza, curiosa.
—¿Y no te sientes solo?
—A veces —admitió—. Pero me gusta la independencia, aunque a veces echo de menos esos momentos con vosotros.
Ella le miró con una mezcla de ternura y determinación.
—¿Sabes qué? Esta noche puedes quedarte conmigo, como en los viejos tiempos. Podemos pedir pizza, ver pelis, y no hacer nada de lo que se supone que deberíamos.
Iván la observó, sorprendido por la invitación, pero con una sonrisa sincera que delataba lo mucho que le apetecía.
—Me parece un plan perfecto.
Sin pensarlo más, se pusieron en marcha hacia la casa de Iván, esquivando los charcos mientras la lluvia empezaba a perder fuerza.
La noche prometía ser larga, y quizás, justo lo que ambos necesitaban.